domingo, 2 de agosto de 2009

“Comunidades imaginadas” Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo - Benedict Anderson

“Mi punto de partida es la afirmación de que la nacionalidad, o la “calidad de nación” como podríamos preferir decirlo, en vista de las variadas significaciones de la primera palabra, al igual que el nacionalismo, son artefactos culturales de una clase particular”.

Las religiones sirven para dar respuestas para la fatalidad transformándola en continuidad y la contingencia transformándola en significado: con la modernidad del siglo XVIII en Europa desaparecían las respuestas religiosas, pero no los problemas. Se requirió entonces una secularización de estas respuestas: nación. Ej: naciones presuponen pasado inmemorial, siendo que en muchos casos con suerte alcanzan un siglo de antigüedad y futuro ilimitado: transformar azar en destino.

Anderson no está sugiriendo que el nacionalismo sucede históricamente a la religión. “Lo que estoy proponiendo es que el nacionalismo debe entenderse alineándolo, no con ideologías políticas conscientes, sino con los grandes sistemas culturales que lo precedieron, de donde surgió por oposición”. Es necesario matizar esta propuesta a la luz de la continuidad religiosa en América Latina y Chile; de hecho, preliminarmente se puede establecer una alianza entre la religión y el nacionalismo esencialista.

Precisamente no existía un nacionalismo clásico como comunidad imaginada, sino que una forma de hegemonía o de clientelismo de las regiones o ciudades menores con respecto a la pequeña metrópoli (capital administrativa).

La tesis de que el nacionalismo surgió en América, en mi opinión, ignora el hecho de que en su primera etapa éste consistió más que nada en una concepción política de la nación, es decir, de un vínculo entre la población a partir de la ciudadanía y el concepto de soberanía.

La inculcación del nacionalismo a nivel popular fue usada sólo desde una óptica de utilidad estratégica, ya sea militar reclutamiento o política a medida que avanzaba la inclusión de la población a los registros electorales.

El hecho de que efectivamente se necesitara la inculcación muestra que la comunidad imaginada no surgió espontáneamente en los sectores populares, sino que, por el contrario, se concibió como un instrumento de justificación, y por tanto, se debió a los intereses específicos de clase de los patriotas que como vecinos se aseguraron una cuota de poder que no habrían tenido en caso de una configuración hispanoamericana.

No hubo en el caso sudamericano un poder central que subyugara a las élites locales como en Francia o el resto de los “Estados modernos” europeos, sino que hubo poderes centralizadores en cada división administrativa. El discurso de la nación cívica en estos momentos fue justificatorio para la división con respecto a España y del uti possidetis mantenido por conveniencia.

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